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desmemoria del pasado

crónica

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Dayana Katerine Idrobo Cante

Facebook: Dayana Idrobo

“Nosotros estábamos dormidos, cuando de pronto yo salí asomarme a la ventana porque se escuchaba mucho ruido, el sonido de las motos, de los carros,  y personas que gritaban desesperadamente nos alertaron, pero no tuvimos mayor preocupación, hasta que pasó alguien advirtiendo a todo el mundo que se venía una avalancha y que salieran de las casas”.

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Así narra Juan Rosero, mientras está parado sobre lo poco que le quedó de la tragedia, dentro de  una de las habitaciones de la que era su casa, y que ahora la tiene como un lugar en donde guarda material, y algo de reciclaje que su hermano mayor recolecta en las calles de Mocoa. Con un imán que sostiene con sus manos, mientras logra escaparse de que el sol no llegue a su rostro, y  rodeado de escombros, hierro, y metales que ha extraído del poco material que quedó de las casas que por un milagro de Dios -como él lo dice- quedaron paradas, narra la terrible noche que también vivió aquel 31 de marzo en San Miguel, el barrio más grande del municipio, y el que mayormente fue afectado.

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Su rostro no refleja nada más que tristeza y resignación mientras recuerda haberlo perdido absolutamente todo, sabiendo que aunque fue beneficiado con la entrega de su vivienda,  que el gobierno donó a tan solo 600 familias damnificas de las 7.749, según el Registro Único de Damnificados (RUD), no entiende por qué después de más de tres años aún hay familias que no reciben esta ayuda, la reconstrucción de Mocoa va a paso lento y  durante nueve meses consecutivos de este año, no les han llegado las ayudas que generalmente les daban.

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Mocoa, que para al año 2017 ya alcanzaba  los 65.000 habitantes, de ellos, el  82% pertenecían a la zona urbana, no imaginaban que a la madrugada del primero de abril, sus vidas cambiarían completamente. Ese pequeño municipio casi perdido en el mapa para muchos de los colombianos, se daría a conocer a nivel nacional e internacional, por una nueva desgracia que ocurría en Colombia.

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Aproximadamente a las 6:00 pm del 31 de marzo del 2017, el cielo ya empezaba a tornarse de un color gris oscuro, después de que un radiante sol cubrió cada montaña de este pequeño municipio del Putumayo. Como es de costumbre, los mocoanos, que conocen muy bien el clima de su territorio, saben que el frío, el sonido de la lluvia y la creciente de los ríos, los acompañará durante toda la noche o  parte de ella.

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A medida que pasó el tiempo y después de tres largas horas, las lluvias aumentaron, y el sonido de los ríos cada vez era más fuerte, acompañado de unas enormes rocas que rodaban por encima de las casas y de todo lo que tuviese a su paso. Con la fuerza de un huracán, y como si desde las montañas un ser superior lanzara aquellas rocas, todo se fue derrumbando y llenando de temor y angustia.

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Las 11:15 pm fue una hora crucial para los mocoanos. El ambiente del pueblo ya tornaba oscuro. Lluvias, acompañadas de lodo, fuertes vientos y leves inundaciones que aumentaba a medida que cada gota caí con más fuerza y en mayor abundancia. Y así, en cada rincón, la furia de la naturaleza fue despertando el temor de cada uno de los habitantes.

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Y es que a eso de las 11:30 pm la tormenta ya empezaba a cobrar vidas, el desbordamiento de los tres ríos, Mocoa, Mulato y Sangoyaco empezaban a generar los estragos de una tragedia inolvidable, que según sus pobladores estaba anunciada. Una noche oscura, en donde ni siquiera la luna acompañó lo que parecía el apocalipsis. Según el Ideam (Instituto de Hidrología, Meteorología y Estudios Ambientales), esa misma noche, llovió en tres horas lo que llueve en un mes. Sin servicio de energía, con las rocas encima y con el lodo hasta el cuello, no les dio ni siquiera tiempo para entender lo que estaba pasando.

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Fue ahí, en donde  las oraciones a un Dios al que le pedía perdón, ayuda, y salvación, se hicieron notar, como sucedió en un tercer piso de la casa de al lado de Rosa Alba Muñoz, quien en compañía de su esposo y de sus vecinos lograron escapar del lodo y las enormes rocas que ya golpeaba su hogar -cuenta Rosa Alba-, mientras camina con las manos entre cruzadas, con    su tapabocas blanco y una gorra que la protege del sol, pero que no impide ver la tristeza que lleva dentro. Ella, a paso lento, pero seguro, va recorriendo su barrio, en el que con sudor y lágrimas construyó poco a poco su casa, la que después de un tiempo no sería más que una sombra en donde ni siquiera las huellas que enmarcaron el camino hacia su puerta, podrían volver a ser pisadas.

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Y aunque sus calles aún son olvido, quienes las pisan siembran esperanza. Cuando el olvido es tan fuerte, la memoria se convierte en el pilar más significante para quienes reclaman por lo justo, porque cada escombro, cada desaparecido, cada alma rota, son el ayer y el hoy. Los mocoanos, saben  que si la noche llenó de miedo sus corazones, el amanecer, es la esperanza para entender que hay oportunidad de buscar lo que les han arrebato.

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