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los tacones turquesa

crónica

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Maria Fernanda Gómez Aristizabal 

Instagram: @imawollstonecraft

Los tacones turquesa que salieron del armario de su amiga, los único de su talla, le generó cierta incomodidad en los tobillos y en los talones desgastados. Se puso de pie con dificultad ayudado por el marco del espejo, sus rodillas temblaron ante la desconocida presión de aquellos zapatos y el corto vestido negro envolvía torpemente sus muslos blancos dejándolo totalmente vulnerable ante la imagen que se abría paso frente a él. Si años atrás alguien le hubiese dicho que ser proxeneta le obligaría a vestirse de esta manera, nunca lo hubiese creído.

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Ahora, de pie frente al espejo, Daniel podía sentir cómo se formaba un nudo en su garganta. Había accedido a un cliente que ofrecía lo suficiente para cubrir los gastos que él y Kathe tenían atrasados, porque a pesar de ser proxeneta no tenía para pagar el piso donde vivía, aunque eso le saldría más costoso de lo que esperaba. Así vestido Daniel no podía dejar de pensar en las humillaciones que vivió desde que era un niño y que pudo comenzar a controlar cuando entró a este mundo; sus preferencias sexuales, ideales políticos y gustos extravagantes lo llevaron al borde de la condena en su pequeña familia católica, en especial, de un padre que lo maltrató toda su juventud. Vivir rodeado de fiestas, mujeres, drogas y dinero fácil lo guiaron a las sombras de una realidad que él nunca pensó tocar: “Yo no le digo proxenetismo. Es un mundo mas bien de excesos. Excesos de todo” dice con la mirada fría y una expresión ausente.

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Le echó una última mirada a su reflejo: contextura delgada oculta por ese atuendo que le generaba pesadillas, rostro huesudo marcado por bolsas bajo los ojos, una cabeza perfectamente rasurada y unas pantorrillas excesivamente delgadas. Su estómago se encogía ante lo que estaba a punto de suceder, Daniel no soportaba la idea de sentirse de nuevo tan vulnerable, juzgado y humillado. Sin embargo, aún en la habitación de Kathe, tomó su perfume Lacoste y lo roció sobre él hasta quedar impregnado del olor que caracterizaba a su pequeña amiga, la amiga que lo había guiado y su único ángel desde que llegó a España y a este oscuro comercio. Jamás olvidaría el escalofriante día en que rogó por la vida de su amiga a un desalmado narco que terminó solo por cortarle uno de sus dedos como si se tratara de algún animal con derecho a ser descuartizado, o cuando llegaron a Costa Rica sin un solo centavo y cumplieron los fetiches más oscuros de un hombre asiático que hasta el día de hoy le genera tanta repugnancia que no soporta la comida asiática. Cada experiencia la había vivido junto a ella y sin embargo ella no estaba ahí, en ese momento, para salvarlo o recoger los pedazos rotos que esa noche le estaban generando.

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El timbre sonó y después de varias respiraciones profundas y otro splash alrededor de su cuerpo, Daniel se tambaleó en los tacones turquesa hasta la puerta principal de un modesto piso en el centro de Barcelona. El hombre que había detrás de la puerta solo es un recuerdo distorsionado de matices grises, olores repugnantes y una frialdad aterradora que obligó a Daniel a bailar para él vestido de mujer. Mientras lo hacía –o intentaba hacerlo‒ no pudo dejar de pensar en la primera chica que había vendido a un hombre de estos, su primer cliente y víctima. Para entonces, la chica era menor de edad y cursaba grado once en un colegio del municipio de Santa Rosa de Cabal, provenía de una familia acomodada y conservadora que cometió el error de consentir a la chica: “Todo tiene su precio. A la niña el papá en ese momento no le quiso dar un celular de moda y por eso se fue. Cuando todo pasó salió llorando y fue traumático para mí porque era una niña”. Ante el recuerdo que de repente lo acongojó, Daniel le dio la espalda al hombre que estaba en el sofá y siguió moviendo sus caderas imitando las veces que veía a sus amigas hacerlo en discotecas frente a hombres absurdamente millonarios.

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‒Suficiente‒replicó el hombre con voz fuerte‒ levántate el vestido.

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Daniel contuvo la respiración unos segundos, el nudo que anteriormente atenazaba su garganta ya se había convertido en sollozos ahogados y lágrimas ardientes. En silencio, volvió a pedir perdón a su padre, a su abuela, a su mamá y rezó un par de veces antes de arrodillarse y levantar el borde del vestido de Kathe. Era un vestido bonito, él lo había elegido para ella cuando recién comenzaba a trabajar con él, sabía perfectamente cuál eran los gustos de los mexicanos: mujeres rubias, voluptuosas y llenas de cirugías apenas cubiertas con algo de tela. A diferencia de esto, los españoles centraban su atención en la actitud más que en el aspecto físico. Un poco irónico, ¿no? pagar por `putas` para que los traten bonito.

Lo que ocurrió después sigue ocultándose en las botellas de licor, los residuos de droga que caen de su nariz, las inyecciones que le permiten sentir y los golpes que recibe por cada chica que hace mal su trabajo. Daniel esa noche intentó ahogar su vergüenza en treinta pastillas amarillas que casi le quitan la vida, fue encontrado a la mañana siguiente por dos de sus amigas y recuerda esas horas con un miedo que se evidencia en sus ojos. Sin embargo, cuando tiene días buenos, de bolsillos llenos de dólares, sigue entrando a la habitación de Kathe y usa los tacones color turquesa. Esa es su reivindicación con su esencia, con su cuerpo.

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