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entre las cortinas amarillas

cuento

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Natalia Brito Vargas

Instagram: @nataliaxbrito

Solía pensar que el mundo se extendía desde las cortinas amarillas de mi abuela hasta las ropas aromáticas y acogedoras de mi madre. Sin embargo, hoy he realizado un descubrimiento. En primer lugar, para evitar confusiones empezaré por lo elemental. Me llamo Daniel Ramírez Bedoya y hace diez años yo también tenía diez años.

 

Mi vida es felizmente cotidiana, cada mañana tomo chocolate y aprendo los números con mi abuela; a ella y a mí nos gusta escondernos en las cortinas, pues solemos asustar a los inquilinos, quienes dicen que esta casa es más vieja que la panela, les he tratado de explicar que cuando nosotros llegamos a la casa, la panela, ya era vieja, viejísima diría yo, pues desde que tengo memoria esta casa vieja con sus cinco cuartos, sus baños, sus largos corredores y esa distribución, casi que terrorífica, se inunda todos los días de ese olor dulzón y característico de una aguapanela recién hervida.

 

Últimamente ese olor se ve mermado con el cigarrillo y la marihuana de los nuevos inquilinos: doña Alma, una mujer noble con ojos de gata que prende un cigarrillo tras otro. Tiene un gato macho al que por equivocación llamo Princesa y así se quedó. Doña Alma vive aquí con sus tres niñitos: David, Alejandro y Sebastián, quienes ya rozan los 30 y coleccionan plantas de marihuana. Me gusta jugar con David, el hombre tiene una extraña fascinación por tirarme una pelota y gritar casi en risa pavorosa cuando se la devuelvo.

 

La abuela me repite que no debo confiar en nadie, ella sola es capaz de protegerme, dice; pero yo cada vez la veo más triste y siento que su alma de santa se pierde en el olvido. La verdad yo he estado triste a raíz de un nuevo descubrimiento, en realidad, no es nada nuevo, simplemente que, entre la cotidianidad de los días y los abrazos de la abuela, no siento que el tiempo pasa, que a David ya le ha salido barba y a doña Alma, le han salido canas, ya no hay más cassetes y no comprendo la nueva tecnología.

 

El bebé de Sebastián ya casi de mi altura, ahora él va al colegio y me surge una pregunta ¿Cuándo iré yo al colegio?

 

-Abuelita, ¿cuándo iré al colegio? – le pregunto a mi abuela que mira desde la ventana entre las cortinas amarillas, sus ojos negros como el café tostado me recuerdan que la abuela se transparenta con la luz. En un flashback del pasado, recuerdo que hace ya tiempo, mamá no viene a casa, creo que papá la ha matado algún día, al regresar del trabajo.

 

Mamá, tan cálida y suavecita, solía ser tan feliz y eufórica, cantaba por toda la casa y besaba a mi papá en los labios. Nos llevaba al parque, a mis hermanos y a mí, jugaba como una niña. Ciertos días, mamá no estaba, es decir, no era ella, era una sombra extraña que se posaba sobre su alma: era triste, histérica y melancólica. Papá decía que juntaría dinero para llevarla a un médico de la mente, un tal psiquiatra, pero yo sabía que mamá necesitaba un médico del alma.

 

Hace diez años mamá estaba tan triste que se me ocurrió jugar con ella en la tina, ella trajo a mis hermanos y dijo que jugaríamos un juego, consistía en aguantar la respiración, quien más rápido tragara agua bajo las manos firmes de mamá sobre nuestros cuello, ganaría.

 

Lastimosamente, hemos quedado en empate, todos hemos terminado en el suelo del baño empapado con una sonrisa húmeda. Mamá ya estaba tranquila. Al llegar a casa, ella le contó a papá, al amor de su vida, que ya nos había liberado, que ella misma se había liberado.

 

- Ya no hay más voces acá adentro, cariño- le dijo tocándose la cabeza.

 

Papá lloraba mucho y yo no comprendía porqué, tomó a mamá en brazos y la tiró por el balcón. Su cuerpo suavecito se desplazó por el aire e impactó contra el duro pavimento ante la mirada horrorizada de los vecinos. Después de eso, no volví a ver a ninguno de los dos. Ese mismo día, la abuela quedó inmortalizada cuando el rayo fulminante del dolor invadió su corazón.

 

Ahora, ella me acompaña todos los días, entre las cortinas amarillas y cada cierto tiempo me recuerda que hace ya bastante, la muerte invadió nuestro hogar y ni mamá, ni mis hermanos, ni la abuela se han librado. Ni yo mismo. Que solo soy un niño para la eternidad.

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